La mayoría de los acontecimientos de nuestra vida suceden de manera imprevista.
Aunque tengamos conciencia de ellos, y hasta los esperemos, no sabemos cuándo ni cómo, y se aparecen en el momento menos esperado.
Es cierto que hay cosas que planeamos, y algunas hasta cuidadosamente.
Nuestros estudios, nuestras relaciones, el casamiento, ser padres, buscar un empleo, son cosas que están en nuestra mente y procuramos llevarlas por buen camino y dentro de un tiempo señalado.
Pero la vida tiene sus contingencias y aún dentro de esas situaciones suceden circunstancias inesperadas.
Otras agradables o pesarosas son totalmente impensadas, recibir un premio, un accidente, aún la muerte súbita, encontrar algo perdido o hallar una persona de la que estábamos separado la mayoría de las veces ocurre de repente y sin aviso.
Sobre todo la muerte; casi nadie espera la muerte y nadie sabe con seguridad cuando sucederá aun siendo la única condición de factibilidad exacta de nuestras vidas.
Es así aunque queramos ocultarlo, de lo único que estamos seguro y es inexorable en nuestra vida es que moriremos, lo demás es aleatorio, puede ser o no, suceder o no
Los sucesos impactan en nosotros, causándonos alegría o pesar, desazón, tristeza, júbilo o esperanza.
El impacto es inmediato y conmueve nuestro ser, tanto la mente como el corazón.
Por lo general no podemos digerirlo ni evaluarlo de inmediato; nos provoca una emoción que desequilibra el statu quo en el que estamos, y modifica drásticamente nuestra postura vital.
Por supuesto en gran medida condiciona nuestras acciones y nuestro comportamiento a partir del acontecimiento.
Para bien o para mal, para mejor o para peor, pero la primera reacción es instantánea, instintiva y visceral.
Por eso el día después es tiempo de reflexión.
Día después en sentido figurado, porque puede ser realmente el día después, o una semana, un mes, o mayor tiempo y a veces nunca.
Los que no reflexionen sobre los acontecimientos, seguirán a la deriva de las situaciones creadas interna y externamente por lo que les ha pasado.
Sentirán las consecuencias, cambiarán quizás sus costumbres, pero no habrán aprendido de ellas, no habrán logrado sacar provecho de la interacción elemental y vital del hombre con sus semejantes y con el medio.
Aquellos que logran reflexionar aprenderán un poco más y entenderán mejor su vida y las relaciones existenciales.
Porque las situaciones suceden, es inexorable, a despecho de nuestro deseo, de nuestra preferencia o de lo que esperemos de la vida.
¿Qué debo hacer?
En primer lugar comprender como ha impactado el hecho en mi ser, si me ha conmovido, si me ha alegrado o entristecido.
Luego reflexionar qué y cómo me ha cambiado, y como he quedado colocado en la nueva situación.
Por último que me dice el hecho sucedido; que me ha querido señalar la rutina vital con lo acaecido, y también como respondo, y que le digo yo a la nueva situación.
De ello surgirá una evaluación, y una nueva conducta.
Como me comporte a posteriori de la situación señalará si he asumido o no la circunstancia que me ha tocado vivir.
La mayor emoción y la más grande contingencia se produce ante la muerte.
No podemos asistir a nuestra propia muerte, pero asistimos y tratamos de comprenderla a través de la muerte de nuestros semejantes.
Nos llena de interrogantes: ¿Quién soy? ¿de dónde vengo y a dónde voy? ¿He cumplido mi rol y mi destino? ¿Fui bueno, tolerante, comprensivo, logré mejorar la calidad de vida o por el contrario mi intolerancia e incomprensión fue perjudicial tanto para mí como para los otros?
Asimilé la conmoción, me hizo mejor o me deterioró y empalideció mi existencia.
No hay mayor reflexión que la soledad frente a la muerte, encarnada en un semejante, de la que somos testigos, tratamos de comprender y no podemos y esperamos desde la angustia del ser, poder comprenderla para nosotros, en el momento culminar de nuestra vida.