INFOMarruecos y Con Acento marroquí Presentan El nuevo libro de JAVIER VALENZUELA LA ÍNSULA BARATARIA ESTAMPAS DE UNA ESPAÑA DESNORTADA (19) ¿Y SI CELEBRAMOS TAMBIÉN THANKSGIVING?
A comienzos del pasado otoño, me inscribí en un gimnasio de mi barrio madrileño, uno de esos negocios privados levantados en suelo público gracias a los muy discutibles oficios del PP. No tardé ni un cuarto de hora en recibir un mensaje de texto en mi teléfono móvil en el que el gimnasio me daba la bienvenida a “un mundo de wellness”. Ocurre que viví unos cuantos años en Estados Unidos y algo entiendo de inglés, así que me dije: esto de wellness no es otra cosa que bienestar, ¿verdad? Consulté un par de diccionarios que lo confirmaron: no hay la menor diferencia semántica entre la palabra inglesa empleada por el gimnasio y la castellana que me había venido de inmediato a la mente.
Así arrancó un nuevo trimestre de importación adicional a mi vida de gilipolleces americanoides. No tardaron en llegar Halloween, el Black Friday y, para rematarlo, una campaña electoral en la que, como en Estados Unidos, casi todo sucedió en las cadenas de televisión, y no sólo con los debates entre candidatos, sino también con su presencia machacona en programas de bailoteo, cocina, alpinismo, cotilleo, qué se yo. De la mano de esos jóvenes líderes formados en escuelas de negocios (business schools) que han asumido el liderazgo de la nueva derecha, las nuevas empresas y hasta los nuevos modo de vida de estas tierras de María Santísima, el año 2015 terminó con todos celebrando cenas navideñas en las que se jugaba al Amigo Invisible (Invisible Friend).
Tuve al menos la suerte de que en ninguna de esas cenas de amigos o compañeros de trabajo me tocara un tanga rojo, regalito habitual en el engendro del Amigo Invisible, que, creo, es de origen inglés. Ni tampoco ninguno de esos cuernos de reno con los que la peña hace el capullo en la calle durante las fiestas navideñas. Pero vi como estos y otros productos semejantes se repartían a montones en los restaurantes, en medio de las risitas y los grititos de los comensales. Creí morir de vergüenza ajena.
¿Qué quieren que les diga? A mí me gustan muchas cosas de Estados Unidos y, en general, el mundo anglosajón. Sus novelas y sus películas –los norteamericanos son grandes narradores- son esenciales en mi formación y mi entretenimiento. Su jazz forma parte de la banda sonora de mi vida. Me gusta el acento que ponen en los derechos del individuo frente a cualquier tiranía, incluida una posible tiranía de la mayoría. Envidio que sitúen la libertad de expresión por encima de cualquier otra cosa, incluido el respeto –merecido o no- a los símbolos patrios. Comparto su dureza a la hora de juzgar al político mentiroso o corrupto. Admiro su capacidad para levantarse tras la adversidad y empezar de nuevo.
Pero me temo que no es esto lo que estamos importando. No escucho a los alumnos carpetovetónicos de las escuelas de negocios citar a Hammett, Hemingway o Ellroy como modelos de escritura; a Billy Wilder, John Houston o Woody Allen como maestros cinematográficos. No me parece que tengan a Franklin, Jefferson o Roosevelt como referentes ideológicos. No les veo trayendo a España las primarias abiertas a todo el mundo para designar a los candidatos a cargos públicos, el impeachment de un presidente sospechoso de trapacerías excesivas, la independencia de los jueces respecto a los gobernantes o esa intolerancia frente al fraude fiscal que terminó llevando a la celda a Al Capone.
Tengo la impresión de que el único liberalismo que le ha entrado en la mollera a nuestros nuevos pijos es del capitalismo más salvaje, y de que el único american way of life que conocen es el que ven en las series televisivas más tontorronas. Por lo demás, el autoritarismo, la picaresca y la mentira les parecen tradiciones celtibéricas mucho más dignas de ser preservadas que el buen uso de la lengua de Cervantes.
Creatividad, ni en broma. ¿Para qué innovar pudiendo copiar? ¿Recuerdan a Jenaro García, el sinvergüenza que montó un negocio llamado Gowex, premiado por Mariano Rajoy como ejemplo del emprendimiento que el PP aspira a promocionar en España? Aquel tipo no había inventado el ordenador, ni la telefonía móvil, ni Internet, ni el menor programa informático, ni la conexión inalámbrica entre dispositivos electrónicos (Wi-Fi). Aquel tipo no había aportado nada nuevo a la revolución digital; tan sólo alzaba el pulgar a la americana (thumb up), iba acompañado de un colega disfrazado de superhéroe de Hollywood y proclamaba que iba a poner Wi-Fi gratis en todos los kioscos y transportes de la piel de toro. El españolísimo Jenaro pensaba
como sus bisabuelos: ¡que inventen ellos!
La globalización, lo sé, es ante todo americanización. Aquí y en todas partes. Como ocurrió con todos los imperios anteriores, el estadounidense se ha impuesto en el mundo en el momento preciso en que comenzaba su decadencia. Los pantalones vaqueros, las zapatillas deportivas, las hamburguesas, los Ok y los pulgares alzados, decenas, cientos, miles de cosas genuinamente americanas son moneda corriente desde Shanghái a Estocolmo, desde Moscú a Ciudad del Cabo. Es curioso que incluso el triunfo universal de bastantes elementos no nativos de Estados Unidos tenga su origen en que allí fueron adoptados y desde allí fueron exportados. Piensen, por ejemplo, en la pizza. España está repleta de anuncios en los que amigos o familias reunidos ante el televisor encargan por teléfono unas pizzas. O piensen en el sushi. Intuyo que la cocina japonesa fue adoptada por las jóvenes profesionales españolas después de que vieran que hacía furor entre sus colegas neoyorquinas para una cena de viernes o sábado.
Hasta el consumo de café, un bebedizo desde siempre común y buenísimo en España, ha terminado por convertirse en la imitación de algo visto en las películas y las series norteamericanas. Tiene bemoles que ya casi no haya un barrio español que no cuente con su Starbucks, una empresa creada en los años 1980 por un joven de Seattle que había estado en Italia, había disfrutado con la gran variedad de cafés que hacen allí y había decidido importar el asunto a Estados Unidos. Nuestro pijerío entra ahora en un Starbucks, pide -a la americana- un macchiato y le sirven, con algo de espuma, mucha fanfarria y una buena clavada, lo que ha aquí siempre ha sido un manchado o un cortado, un café expreso con poca leche.
En fin, ahora no corremos para mantenernos en forma sino que hacemos running. No nos vestimos de forma informal sino casual. No participamos en una reunión para aportar propuestas sino en un brainstorming. No nos dirigimos a ninguna audiencia, a ningún público, a ninguna clientela, a ningún electorado, sino a nuestro target. Como diría el hipster encarnado por Berto Romero en 8 apellidos catalanes, lo cool se ha convertido en el hashtag de nuestras vidas.
Todo esto, francamente, apesta a paleto a lo Bienvenido Mr. Marshall. A provinciano intentando demostrar que está al corriente de lo último de la metrópolis y comulga a tope con ello. ¿A qué han asistido ustedes últimamente a más de una cena en la que los comensales compiten por demostrar que saben cuál es –y, por supuesto, siguen fervorosamente- la serie televisiva más fashion en ese preciso momento al otro lado del Atlántico? Lo confieso: a mí esos comensales me resultan tan pesados como el cuñado derechista que da la murga con Cataluña y la ruptura de la sagrada unidad de España. ¿Es que no tienen otro tema de conversación?
La tontería está alcanzado tales niveles que, aunque los españolitos las vean en doblaje castellano, los títulos de las series (y de las pelis) ya vienen directamente en inglés: The Good Wife, House of Cards, True Detective, The Walking Dead… whatever. Debo ser de los pocos que desean que, puesto que se chupan los títulos en inglés, los espectadores españoles vean esas pelis y series en su idioma original. Degustarían mejor los matices interpretativos y, de paso, mejorarían su comprensión de la lingua franca del momento. (Sé, por supuesto, que la tecnología televisiva permite esa posibilidad. Es lo que hago).
Lo malo de la aceptación acrítica del colonialismo cultural es que siempre vas por detrás. Por ejemplo, la última entrega de la serie cinematográfica de las aventuras de James Bond comienza con unas imágenes espectaculares de la celebración del Día de los Muertos en la ciudad de México. Y digo yo: puestos a copiar del extranjero, ¿por qué no celebramos aquí el 1 de noviembre como en el país hermano en vez de cómo lo hacen al norte del Río Grande? Podría ser igual de divertido y, desde luego, más conforme con nuestras tradiciones.
Lo de la calabaza y, ya no digamos, esa pintoresca traducción del trick or treat por truco o trato, me parece un pelín penoso. Me lo pasé en grande en mis años en Washington D.C. viendo como mis hijas -entonces pequeñas- se disfrazaban de bruja, conde Drácula o Frankenstein en la noche de Halloween e iban por las casas del barrio exigiendo sus golosinas. Recuerdo que las familias de los corresponsales españoles –Javier del Pino, Xavier Mas de Xaxás, Ramón Rovira, servidor…- cenábamos luego juntos en alguna casa y nos reíamos un montón. Aquello tenía perfecto sentido en Estados Unidos, como lo tiene celebrar esa fecha en la Alpujarra con una mauraca de castañas alrededor de una chimenea (el anís es la mejor bebida para esta ocasión), o salir en Barcelona, Alicante y tantos otros lugares mediterráneos a quemar trastos viejos y bailar en las calles en la noche de San Juan (el cava o la mistela son aquí lo apropiado). Donde fueres haz lo que vieres.
Pero a que no se imaginan ustedes a los vecinos de Denver (Colorado) copiando la costumbre andaluza de pasear las imágenes de las vírgenes por las calles durante la Semana Santa. La Macarena estaría tan perdida en Denver como un pulpo en un garaje, ¿no?
Escribo para que echemos unas risas. Me consta que Halloween está aquí para quedarse. Como antes lo hicieron la Coca-Cola, Walt Disney o McDonalds. Los productos norteamericanos no sólo tienen la fuerza que les da un multimillonario marketing (mercadotecnia); también son muy atractivos, están muy bien diseñados para conquistar las mentalidades infantiles. Recuerdo que la segunda palabra que, tras dada, o sea, papá, pronunció Nour, mi primogénita, fue McDonalds. Vivíamos entonces en París y lo hizo un domingo al mediodía, cuando pasábamos en coche frente a un establecimiento de esa cadena situado en los Campos Elíseos y vio desde su sillita una imagen del payaso Ronald McDonald. Comprendí en ese preciso instante que poco podía hacer yo para oponerme a la capacidad de seducción del capitalismo estadounidense.
Estoy convencido de que los alumnos celtibéricos de las escuelas de negocios tienen futuro. El próximo noviembre volverán a incrementarse las ventas en el Black Friday, una jornada comercial a la que se están incorporando hasta las fruterías de mi barrio. Y, por supuesto, los medios de comunicación españoles ni tan siquiera dedicarán un breve a la noticia de la existencia en el mundo anglosajón del Buy Nothing Day, un movimiento que propugna que, para demostrar que no somos tan estúpidos, no compremos nada ese día.
¿Cuánto tardaremos en celebrar el Thanksgiving en España? Barrunto que poco, que lo justo para que algún Jenaro descubra que aquí también puede sacarse un dinerito con esa fecha. Pero quiero terminar con una observación alentadora, una que le debo a Miguel Ángel Villena. Dice Villena que quizá lo único que no van a conseguir exportar los norteamericanos a España (ni a ningún otro país europeo, que me conste. Igual lo están consiguiendo con esos vecinos del Este que, a fuer de antisoviéticos rencorosos, comulgan con cualquier rueda de molino que les llegue del otro lado del Atlántico) sea su afición al beisbol. Tiene razón.
En mis años estadounidenses, intenté comprender las reglas y los atractivos de ese deporte; juro por la salud de mis hijas que me empeñé en ello siguiéndolo en la tele y, un par de veces, en los terrenos de juego. Pero no pillé ni lo uno (las reglas) ni lo otro (los atractivos). Decidí entonces una cosa: que el fútbol (soccer lo llaman ellos) es maravilloso.