Fikri SOUSSAN Profesor en el Departamento de Estudios Hispánicos de Dher El Mehrez en Fez
Queridos lectores,
La vida es un gran teatro y cada uno de nosotros es un actor en este efímero escenario. Nuestros zapatos, fieles compañeros de camino, desempeñan un papel crucial marcando el ritmo de nuestra danza a lo largo del tiempo. Como bien señaló el escrito español Juan José Millás, existen dos momentos destacados en la vida de un hombre relacionados con estos compañeros de viaje.
El primero es cuando aprendemos a atarnos los zapatos, un hito en nuestra infancia. Cada nudo representa un pequeño logro, cada lazo es un paso hacia la independencia. Es el inicio de un viaje lleno de desafíos y descubrimientos, donde nuestros zapatos nos guían en cada paso de nuestra travesía. ¡Ah, aquellos tiempos donde la simple acción de atar los zapatos era toda una aventura!
Luego, nos enfrentamos a esa etapa en la que agacharse para atarse los zapatos se convierte en una tarea más complicada. No poder hacerlo no es solo un problema físico; es un símbolo de la pérdida de agilidad y flexibilidad, tanto en el cuerpo como en la mente. Es un recordatorio de que el tiempo, implacable, deja su huella en nosotros.
En este punto de la danza, muchos experimentan una mezcla de frustración y resignación. Es frustrante porque implica una pérdida de independencia, la necesidad de ayuda o la adopción de soluciones ingeniosas, como usar zapatos que no requieran atarse. Es resignante porque es el momento en el que uno se da cuenta de que el cuerpo ya no responde como antes y que ciertas actividades cotidianas se vuelven un desafío.
Como bien señaló Baltasar Gracián, el jesuita y escritor español del Siglo de Oro, las edades nos transforman de pavos reales juveniles a sabios monos experimentados, pasando por feroces leones y altivos camellos en el camino. A los veinte años, desplegamos nuestras plumas como pavos reales, orgullosos de nuestra juventud. A los treinta, nos convertimos en leones, fuertes y llenos de vitalidad. Pero a los cuarenta, nos volvemos camellos, portadores de responsabilidades y deberes que llevamos con firmeza. A los cincuenta, nos transformamos en serpientes, mudando de piel, adaptándonos y renovándonos. A los sesenta, somos como fieles perros leales, disfrutando de cada momento y aprendiendo de la vida. A los setenta, nos asemejamos a monos, saltando por los recuerdos y celebrando la sabiduría que los años nos otorgan. Pero como concluyó Gracián, a los ochenta somos … ¡nada! ¿O tal vez somos algo más?
En este viaje, nuestros zapatos son más que simples accesorios; son testigos de nuestro camino y nuestros bailes. Cada par cuenta una historia, lleva consigo experiencias y aprendizajes, porque en cada etapa de la vida hay una nueva forma de caminar.
Así que, amigos, ajustémonos bien los zapatos de la vida y bailemos con gracia y humor cada acto de este gran espectáculo. Que la comedia y la sabiduría nos acompañen en cada paso.
Y, para concluir, recordemos las sabias palabras de la escritora y periodista española, Rosa Montero: « Si en mi interior aún tengo 20 años, ¿por qué me mira ese estúpido carcamal desde el espejo? » ¿Y si el carcamal del espejo no es más que un disfraz? En este baile de la vida, permitamos que nuestro espíritu joven nos guíe siempre, sin importar cuántas vueltas haya dado el reloj.