Crónica internacional
Esglobal Escaños que caen del cielo Pablo Díez

¿Contribuyen los bloqueos de asientos parlamentarios a perfeccionar la democracia?
En origen, el primer parlamentarismo era escasamente representativo y no reflejaba el libre concurso político de la sociedad en su conjunto. Las Cortes de León del siglo XII, primitivo antecedente legislativo, no eran sino una asamblea de notables en la que los nobles y el clero tenían su espacio reservado, dejando los restantes escaños a los burgueses. Varios siglos después, la Asamblea Nacional Constituyente nacida de la Revolución Francesa contaba con un número de representantes reservados al clero y a la nobleza casi igual a los del Tercer Estado. E incluso hoy en día la cámara alta del Parlamento británico está enteramente formada por obispos y nobles nombrados por la Reina –si bien esta sede parlamentaria tiene ya una función más consultiva que estrictamente legislativa–.
El parlamentarismo nació y se desarrolló reservando escaños para determinados estamentos y grupos de interés, en perjuicio de una representatividad plena de ciudadanos iguales entre sí. Sin embargo, la doctrina democrática contemporánea es considerablemente más idealista, y entiende que la cámara debe ser el reflejo espontáneo de una sociedad exenta de divisiones estamentales.
Más allá de los mencionados antecedentes históricos, las excepciones a la natural representatividad parlamentaria siguen existiendo en varias democracias contemporáneas. Cientos de escaños a lo largo y ancho del mundo están reservados a determinados segmentos de la sociedad para corregir, mediante este artificio impuesto, problemas que difícilmente se mitigarían en un sistema escrupulosamente consagrado a las mayorías electorales. De esta manera, se entiende que la noción de “una persona, un voto” no siempre es necesariamente el mejor mecanismo democrático, sino que a veces es necesario ponerla en suspenso.
Escaños para diputadas
Miembro del Parlamento ruandés en Kigali. Lionel Healing/AFP/Getty Images
El ejemplo actual más frecuente es la reserva de cuotas mínimas parlamentarias para mujeres. La eficacia o justificación de esta medida es objeto de discusión permanente, pero está claro que ha servido para aumentar la participación femenina en las asambleas nacionales: entre 1995 y 2015, la presencia de mujeres en el poder legislativo se duplicó, pasando del 11% al 22% del total mundial.
El caso más destacado es el de Ruanda, un país que, tras el genocidio de 1994, renació con una sociedad compuesta en un 70% por mujeres. Aquél fue el trágico acicate que llevó al establecimiento de cuotas y a que hoy Ruanda tenga el mayor porcentaje (64%) de parlamentarias del planeta, lo que ha contribuido decisivamente a sacar adelante una avanzada legislación en materias relacionadas con la violencia de género.
Pakistán, donde la mujer se enfrenta a incontables desafíos consuetudinarios, reserva 60 de los 342 escaños del Parlamento nacional a diputadas. Algunos expertos señalan además que éstas –que actualmente representan el 17% del total de asientos camerales– tienen un mejor rendimiento parlamentario que los varones en lo que respecta a indicadores como la asistencia o el número de preguntas formuladas. Gracias a la iniciativa de algunas diputadas, Pakistán ha aprobado leyes contra los crímenes de honor y la violación que, aun resultando impotentes en ciertos medios sociales donde estas prácticas son prevalentes, suponen al menos un freno oficial a la impunidad. Sin embargo, los escaños reservados a las mujeres no los ocupan las candidatas directamente elegidas por sufragio, sino aquéllas designadas por los partidos políticos ganadores de tales asientos, por lo que a veces se las considera como parlamentarias de segunda clase.
Una voz para los impíos
Un parlamentario iraní de religión judía saluda a otro miembro de la Cámara. BEhrouz Mehri/AFP/Getty Images
El bloqueo también sirve para acomodar las voces de las minorías religiosas. Irán, bastión de la rama islámica chií, reserva desde principios del siglo XX escaños a miembros de otros credos como los cristianos armenios, los judíos, los católicos caldeos o los seguidores del zoroastrismo. Esta práctica se mantuvo incluso después de la revolución de 1979, a pesar de su reafirmación del credo chií y de la resistencia que opuso a la injerencia de todo elemento distinto a ese dogma. Por el contrario, no se reservan asientos en sede parlamentaria para los musulmanes suníes, grandes rivales de Irán en el cada vez más recrudecido cisma islámico –éstos pueden convertirse en diputados si consiguen los votos necesarios, pero su presencia no está garantizada mediante cuotas–.
También Pakistán, uno de los países en los que más sufren las minorías religiosas, reserva 10 escaños para ellas en el Parlamento nacional. Esto no ha impedido que prosiga e incluso se incremente la persecución de los todos aquellos credos distintos a la rama islámica suní, tanto por medio del espontáneo ardor popular como de instrumentos legales tales como la ley contra la blasfemia. A su vez, y al igual que sucede con los escaños reservados a las mujeres, los diputados que ocupan el espacio parlamentario destinado a las minorías son designados por los partidos y no por elección directa, lo que desacredita su posición.
Secuestro de escaños
Miembros militares del Parlamento birmano en Naypyidaw. Soe Than win/AFP/Getty Images
Las cuotas, con todas sus flaquezas y limitaciones, tienden a corregir situaciones de vulnerabilidad. No obstante, a veces se establecen por motivos más dudosos, como por ejemplo para que elementos postdictatoriales mantengan un cierto grado de control sobre el poder democrático. Tal es el caso de Myanmar, donde la junta militar, que mantuvo el país bajo su férula durante decenios, acabó aceptando el advenimiento de una semidemocracia en la que los militares mantienen una cuarta parte de los escaños (con ese 25% pueden bloquear cambios constitucionales de calado que disminuyan su poder, como por ejemplo la eliminación de la norma que impide a la líder democrática Aung Saan Suu Kyi ser presidenta). La situación de bloqueo del espacio parlamentario se reveló especialmente demencial en junio de 2015, cuando los militares, de forma más que predecible, votaron en contra de permitir que las reformas constitucionales puedan acometerse con el 70% de los votos de los diputados, en lugar del 75%. Haberlo aceptado habría sido su suicidio político, pues los herederos parlamentarios de la junta se despojarían así de su potestad para vetar las grandes medidas que lleven al país a su plena democratización.
En otras ocasiones, el bloqueo de escaños tiene objetivos tan ambiciosos como la culminación de un proceso pacificador. Uno de los motivos principales que suscitaron el rechazo del plan de paz en Colombia en el referéndum celebrado a principios de octubre fue precisamente la asignación automática de cinco puestos parlamentarios a miembros de las FARC. Muchos colombianos vieron en esta exigencia una forma especialmente indignante de impunidad, pues consideraban que no era otra cosa que permitir que los violentos queden sin castigo y que además ocupen dignidades democráticas garantizadas por una administración que busca la paz a cualquier precio.
Ese bloqueo de cinco escaños, aun cuando se trate de un número pequeño que no hubiera permitido a esos diputados tener una influencia legislativa relevante, iba cargado de un valor simbólico que una mayoría de colombianos consideró inaceptable. En este caso, lo que rechazó el pueblo no es el principio general de la confiscación de escaños, sino el tipo específico de huéspedes llamados a ocupar ese pequeño fragmento de la soberanía nacional.
Un parche moderno a un problema de siglos
Unos barrenderos indios limpian la calle donde se encuentra el Parlamento, Nueva Delhi. Praksh Singh/AFP/Getty Images